En las Minas de San José cuando llueve, llueve polvo. Polvo seco que calma la sed de los lagartos y alimenta el matorral de alhelí. En las Minas de San José el sol cae a plomo, un sol que aplasta en verano las rocas nacidas del volcán y las calcina nuevamente todos los días. En las minas de San José entre el brillo verde de las cenizas posadas en el suelo y las crestas ocres, pardas y negras de material ígneo, se filtra el viento Atlántico. La vida, aun así, resiste en este ambiente hostil: el cardo de plata, de hojas rastreras y atormentadas, la violeta del Teide, de belleza geométrica, al abrigo de alguna roca. Los retamares albergan al lagarto tizón que parece manchado por restos de maderas quemadas y que bebe una vez al año, cuando las gotas se presentan. Dicen que, en aquellos parajes, en ocasiones, pasa el cuervo o el mirlo, y sus graznidos en este paisaje desolado suenan épicos, eco clandestino. Un gran mundo se abre a la contemplación, al silencio de este mar cargado de icebergs vagando estáticos, paralizados en un pasar del tiempo, este nuestro, que nos ha sido dado